domingo, 23 de mayo de 2010

Gritar en calma

Sobre Lo que se pierde, de Alejandra Zina, Editorial Carne Argentina.


Tengo un recuerdo vago del comienzo de una película de David Lynch. En el plano inicial se ve una casa con parque y cerca de madera, prototipo perfecto de la vivienda del "sueño americano". Un hombre mayor riega el césped cuando, de pronto, sufre un infarto que lo deja tendido en el suelo. Y la cámara aprovecha la caída para meterse entre el pasto, seguir bajando hasta la tierra y mostrar lo que hay debajo: gusanos. Hay algo parecido a eso en el libro de cuentos de Alejandra Zina, “Lo que se pierde”. Lo que se pierde es justamente eso, aquello que la mirada usual pretende no poder ver. Esa parte reprimida de lo existente que termina emergiendo en una extraña forma de goce. Como esa señora gorda que se tapa los ojos con sus manos ante un accidente de tránsito, pero espía el cadáver tendido sobre la calzada a través de las rendijas que forman sus dedos.

La escritura de Alejandra Zina engaña. Es un grito, pero un grito calmo. Tiene, por momentos, la tranquilidad aparente de una llanura. No hay golpes de efecto, no hay suspenso excesivo ni grandes cambios de ritmo. Al contrario, sus cuentos funcionan casi como un arrullo, envuelven al lector y lo atontan con ese tibio bamboleo de lo cotidiano. Pero cuando uno está cómodo, pensando que en todo barrio hay un baldío y una vieja loca delante de la iglesia, o acordándose del tío cincuentón que se emborrachó en una fiesta familiar, algo se rasga. Porque hay un costado bestial dentro de la vida de todos los días, y lo siniestro puede acurrucarse muchas veces detrás de la apariencia dócil de lo usual. Esa faceta oscura de lo conocido suele disimularse torpemente, pretendiendo que puede ocultarse algo que salta a la vista sin remedio. Una forma absurda de negación, como intentar esconder a un elefante detrás del palo de una escoba. En este libro, Zina elige narrar lo que la mayoría niega incluso ver, aun cuando lo tenga delante de sus propios ojos.

Porque incluso lo negado existe. Existen los baldíos y sus encuentros clandestinos, existen las viejas locas frente a las iglesias, existen los asesinos impasibles que pueden contar cómo mataron a su padre con el mismo ritmo y la misma emoción que utilizarían para relatar una partida de ajedrez. Existe ese costado brutal dentro de nosotros mismos que Zina convierte en relato. Pero no es fácil aceptar la naturalidad de lo siniestro. Asumir que el mundo no es un lugar totalmente oscuro, pero que tampoco se trata precisamente de un parque de diversiones. Que aun en la más rasa de las normalidades queda un sitio para lo inquietante. “Lo que se pierde” es un catálogo de ambientes y personajes donde se respira la cercanía de lo reconocible. Pero lejos de quedarse con la faceta simple y cómoda del costumbrismo, Zina logra mostrar el costado sórdido dentro de los espacios comunes.

Hay pocos que se animen al punto de vista que se exhibe en “Lo que se pierde”. Ese que implica, en cierto modo, narrar aquello que se acerca a lo innarrable. Esos asuntos de los que todos hablan en voz baja en las reuniones familiares, mientras se miran de reojo y se codean torpemente por debajo de la mesa. Existe un grado de estupidez en ese cotilleo, una pretensión absurda de ocultar lo inocultable. Se escucha, murmullo de fondo, ruido blanco, lo que todos saben pero nadie se anima a decir a viva voz. Es una forma impotente de enfrentar al temor. Desdeñar al diálogo pensando que así se le quita a un suceso su existencia. Regodearse, en cierta forma, en la desgracia y en lo siniestro. Porque no hay engañarse: en ese simulacro de ocultamiento hay una forma sádica e hipócrita de disfrute, la construcción de un encuentro con lo prohibido. “Lo que se pierde” es aquello de lo que no habrá registros oficiales. Una serie de hechos que no figurarán en la crónica diaria ni en la historia académica. Suerte de registro maldito de lo cotidiano, el libro de Zina se mueve en las aguas de lo reprimido, saca a la luz ese costado sórdido de la vida diaria que muchos se esfuerzan, inútilmente, en mantener entre las sombras.

Hernán Brignardello

martes, 18 de mayo de 2010

Prisiones Terrestres (Nicolás Correa)


Hay predilecciones. Algunos ponen rodilla en tierra y le rezan al amor en la más romántica de las formas. Otros ponen el ojo en el sexo, y revolean frases como lanzas que se clavan ahí. Sí, ahí. Donde algo palpita. También está el autor que juega a hacerse el gracioso. Línea a línea. Y a veces lo consigue. En otros momentos –hay que decirlo–, dá un poquito de pena. Ajena, claro.

Ojo: hay de los otros: los que navegan sin despeinarse por las aguas venenosas de la violencia. El acertijo que, esculpido en sangre, deja entrever distintos rostros a través de un dedo que se desliza por cualquier pared.

Hay un misterio: el lector jamás lo sabrá. Apenas si tendrá acceso a una voz que, sin perder el tono del trueno, explicará qué es lo que sobrevive una vez que los hechos se han consumado.

Nicolás Correa no habla del amor. Tampoco del sexo. Ni pretende hacerse el gracioso. Si lo hace, lo disimula de un modo que arranca escalofríos. Tiene un concepto tallado a cuchillo que despliega a través de páginas que respiran pesadez, venganza, resignación y memoria.

Empecemos por el principio, diría un paisano amigo: Nicolás Correa. Prisiones Terrestres. Editorial de la Universidad de La Plata. ¿Ustedes lo conocen a Correa? Yo sí: a veces mira de costado y se vuelve Rosas Gamarra, el amo del facón que recuerda a su madre desde una cama mugrienta. Y se queda con el pecho de Marciano Correa por culpa de un baile que no fue.

Rosas Gamarra es la prisión terrestre. Una cicatriz andante que, líneas y títulos después, se disfraza de detective para comprender que las revanchas no caducan. Que siempre, alguna vez, quizás nunca, el reloj marcara la hora justa. Y alguien sobrevivirá por sobre otro.

Las casualidades no existen en la obra de Nicolás Correa.

La ley de Rosas Gamarra es la que enarbola aquel que llega al final del día. Él, hablo del personaje, sabe mucho de eso: se ha vuelto gaucho al que se la pasa el hambre con una estocada. El bife está en el cuerpo del otro. Hay que saber cortar sin tenedor. Y sin quemarse los dedos. Por eso los duelos son a distancia. La diferencia justa que tiene que existir entre quien mata y quien muere.

Rosas Gamarra es un hecho consumado a la sombra de un negro que conocerá la mordida del plomo. Frente a un pelotón. Es la versión femenina de un capitán de barco que comete el pecado de la clemencia. Ahí tropieza Gamarra: es humano. Es otro.

Prisiones Terrestre comienza con, entre otras, una cita de Horacio Quiroga. Nada más oportuno: el autor sigue la tradición del relato despejado, sin trampas para el lector, amigo de la conclusión que sólo puede llegar después del punto final.

Pero hay una garganta propia en Correa. Hay una predilección. Que, a tener mucho cuidado, también habla. Y dice: esta historia no termina acá. Como ese desquite que cambia de manos según como pegue el sol de la tarde.

Hay caballos que todavía no han sido galopados.

La cadena que sujeta la tranquera, mal que nos pese a los lectores, la sigue teniendo el escritor. Ni siquiera Rosas Gamarra puede con el patrón que mira de costado y, sin perder firmeza, se vuelve cuchillero página a página.


Patricio Eleisegui

jueves, 18 de marzo de 2010

Hacé Que La noche Venga (Leonardo Oyola)


Hay algo de autoritario en este tipo. Lo cual no lo hace déspota, pensé. Me había topado con un ejemplar de Hacé que la noche venga, de Leonardo Oyola. Que la novela parta de un título basado en una orden obliga a girar el picaporte y trasponer una puerta que –uno en ese instante de movimiento no lo sabe– dá a una habitación desprovista de cualquier llave de luz.

El camino, en los primeros párrafos, sólo puede hacerse de una forma: tanteando la pared. Centímetro a centímetro. Tomando conciencia de la forma rugosa, abrupta, y muchas veces precipitada que evidencia la literatura de Oyola.

El ambiente es negro. Y la única opción que se abre desde el exordio de la obra es comenzar a agitar el paso, amagar un trote, aunque la posibilidad de la claridad apenas comience a tomar forma pasadas las primeras 50 páginas.

Repasemos: Hacé que la noche venga. Leonardo Oyola. Mondadori. Un atorrante con un pasado que lo excede participa de la batalla más vieja que ha sabido perdurar a través de la historia. Una confrontación que de tan añeja se vuelve permanente. Y actual.

Oyola habla con números: el protagonista es el Tres. Aunque a cada momento puede volverse cero, ya que a lo largo de la aventura se ve secundado por un gato que lo imagina con una manzana en la boca y listo para ser devorado con cuchillo y tenedor.

El Pichuco, como lo explica el autor, probó al atorrante una vez. Y quiere más.

Por encima de la confrontación, lo que sucede entre los bandos en pugna aparece superado por ese Cómo te lo cuento que tanto distingue a Oyola. Hay una caja de herramientas junto a la mesa del autor, que eso no se dude.

Y el creador de Hacé que la noche venga no escatima pala, pico y magia para darle nuevo sentido a un enfrentamiento condenado a no dejar nunca de ser atractivo.

Así es la pelea que puebla las páginas: sin último round.

Superclásica.

Oyola le aporta un escenario: los tuneles del subterráneo. Con obreros que, hermanos de los topos, se hunden en la tierra al tiempo que marcan el avance de la línea D. Con ingenieros enamorados del jazz, secuaces de Satanás, guardaespaldas yanquis y hasta un cura mexicano.

Que ante la primera consulta suelta un contundente “no me vengan a romper las pelotas, ¿me necesitan a mí o al rifle?”. O algo así. Claro, el representante de Dios desparrama herejes con un Winchester 67. Y carga, casi a modo de cruz personal, con la anécdota de haber hecho puntería con el diablo alguna que otra vez.

Hay un zoológico: es la Buenos Aires del 39. También, radioteatros de moda. Galanes de revistas. Mitos del inoxidable Far West. Puteadas. Botellas y vasos que se besan a la sombra de mendigos con nombres de pensadores que saludan con la zurda.

A plena danza entre las voces, una búsqueda: la verdad. Que se oculta bajo jeroglíficos esculpidos en los muros azabaches. Que deviene en noche, se hace cuerpo, se divide en dos, y sopla espanto en la cara.

Como el Pichuco, Oyola espera agazapado en las últimas páginas. Tiene hambre. Para cuando la curva se hace recta, él ya está encima del lector para clavar una verdad. Puede ser la única.

Habrá que ver si es la que alcanza.

Patricio Eleisegui

miércoles, 17 de marzo de 2010

La complejidad de lo simple

El Campito, Juan Diego Incardona, Editorial Mondadori

Existe un conurbano oculto. En algún lugar entre el Partido de La Matanza, Esteban Echevarría y Lomas de Zamora, el peronismo ha ordenado construir una serie de “barrios bustos” a la manera de Ciudad Evita, que remiten a figuras históricas de la militancia y están diseñados para proteger a los partidarios de los embates furibundos de la oligarquía. Por estos escenarios deambulan vagabundos, enanos gigantes, hombres gatos y cantores peronistas que combaten las arremetidas del Esperpento, una suerte de Frankestein autóctono que pretende destruir los poblados peronistas. Esta puede ser, en un trazo muy grueso, una manera de resumir El Campito, la novela de Juan Diego Incardona editada por Mondadori. Pero escribir sólo esto implicaría decir muy poco sobre un libro que, en sus páginas, se anima a mezclar componentes que provienen de los orígenes más diversos.

Hay algunos textos que tienen la virtud de dejar en el lector más preguntas que certezas. En este grupo está, sin lugar a dudas, esta novela de Juan Diego Incardona. ¿Qué es El Campito? ¿Es una exaltación de lo popular o es un retrato de ciertas miserias políticas? ¿Es una historia que rescata al peronismo como movimiento político o más bien como conglomerado estético? ¿Cómo se conjugan, en un mismo libro, una infinidad de citas literarias implícitas con la reivindicación de la narración oral?

Lo único que se puede decir con certeza es que El Campito es un libro que desarma. Desarma la geografía, desarma la temporalidad y desarma parte de la historia política argentina para rearticularlas en una narración que conjuga componentes épicos, míticos y populares. Incardona mixtura de una forma muy efectiva su escritura de estilo realista con el relato de sucesos fantásticos e insólitos. En un ejercicio que recuerda las dotes fabuladoras de Osvaldo Soriano, apela a la conjunción de lo habitual con lo absurdo para terminar demostrando que, aquello que suponemos real, no es más que una selección dentro de un universo más amplio de reales posibles. Y la propia habitualidad, los elementos de lo cotidiano, al ser insertos en el marco de un relato fantástico toman otra dimensión, y nos recuerdan que lo que creemos simple y mundano es, al fin de cuentas, parte de una estructura muy compleja.

Carlitos es el personaje principal de esta novela, un vagabundo que relata oralmente sus andanzas por este conurbano mítico y peronista, poblado de pájaros meones, plantas transparentes, bagres gigantes y otras deformidades surgidas como fruto de la contaminación de la cuenca Riachuelo-Matanza. Y este personaje, en su eterno deambular, es en cierta forma la metáfora perfecta de una narración que busca escapar a los límites del tiempo y el espacio para trazar una nueva cartografía. La novela construye un universo que amenaza con violentar toda frontera: no sólo las que hacen a lo geográfico y a lo temporal, sino también las que distinguen aquello que es considerado ficción de lo que se supone real. Así, diversos personajes literarios pueblan los dominios amorfos de El Campito, como espectros que se aparecen para destruir las barreras entre universos (aparentemente) separados.

Y es dentro de la propia oralidad de Carlitos donde se inmiscuyen las sesgadas citas históricas, musicales y literarias que abundan en la historia. De este modo El Campito parece convertirse en un coro de inusual polifonía donde pueden convivir, sin enfrentarse, lo popular y lo erudito. En esta mezcla Incardona destroza ciertos prejuicios que dividen lo social, poniendo de esto modo a la vista su existencia, su carácter de constructos, y dejando en evidencia que todo podría ser de otra manera.

Por sobre todas las cosas, El Campito puede leerse como una fabula sobre la irracionalidad política. Esta novela, detrás de la aparente simpleza de un libro de aventuras con matices políticos, crea un complejo escenario que cuenta con su propia estructura lógica, un espacio donde los sucesos sólo pueden ser entendidos cabalmente desde la perspectiva de la pasión. De qué otra forma se explica, sino es desde la pasión política, que un pueblo pueda alzarse en armas para defender un territorio lacerado por la contaminación, poblado de una fauna deforme, y repleto de basurales. Pero del mismo modo, sólo una contracara igualmente irracional puede dar lugar a ese ataque, sólo una reacción más vehemente que reflexiva puede intentar destruir esa misma geografía. Incardona logra, con una inusual precisión, poner en evidencia algo que, por obvio, a veces resulta invisible: que las pasiones políticas se asientan, en una gran proporción, sobre componentes fantásticos.

Hernán Brignardello

martes, 2 de febrero de 2010

Sobrevivir a contramano

¿Quién podría hablar hoy de retrasados, de idiotas y de deformes en un mundo completamente deforme?
Italo Calvino, La jornada de un escrutador.

El Síndrome de Rasputín, Ricardo Romero, Editorial Negro Absoluto.


El frenetismo rabioso, ese torrente que el autor cita recuperando al imperturbable Onetti, aparece desde el propio comienzo de esta novela de la mano de un analista de sistemas volador. Abelev, el personaje en cuestión, finaliza 27 años de caída aterrizando sobre el techo de un colectivo en Once. Es un joven marginal, afectado por el Síndrome de Tourette, una enfermedad nerviosa que genera una irrefrenable compulsión a los tics. En este caso, el malogrado y judío protagonista no puede evitar propalar repetidos “Hey Hitler” frente a cualquiera que se cruce ante sus pasos. Y qué mejor que un grupo de marginales para ayudar a otro marginal. Serán sus amigos Maglier y Mushkin, dos enfermos de Tourette tan desajustados y desenfrenados como él, los encargados de descubrir quién intentó asesinar a Abelev.

La novela transcurre en una Buenos Aires tan cercana como irreconocible. Una ciudad víctima de un colapso civil post-bicentenario, poblada de edificios en ruinas y de bombas a punto de explotar en algún lugar de Constitución. Allí niños fantasmagóricos juegan en calzoncillos bajo una lluvia constante y fría, y los túneles abandonados del subterráneo se han convertido en discos clandestinas regenteadas por una bandada de punks heroinómanos. Una ciudad colapsada y chorreante, siempre al borde del apagón definitivo, donde algunos seres vivos parecen muertos y los muertos verdaderos caen con la falsa pompa de los malos actores. Un lugar que es víctima de un caos engañoso, donde no existe la casualidad, donde incluso los hechos que parecen más insólitos e inesperados encuentran finalmente su justificación.

El devenir furioso y frenético de las acciones da a El Síndrome de Rasputín un ritmo casi cinematográfico. Sucede que la escritura de Romero es compacta y certera. Adjetiva con justeza y nunca se pierde en desvaríos estilìsticos. Es esa misma precisión la que ayuda al tránsito avasallante de la novela, que arrastra fácilmente por sus páginas, como si se tratara de un río caudaloso aunque, finalmente, gentil.

Abelev, Mushkin, Maglier. Tres excéntricos en una ciudad que parece haber perdido todo punto nodal de referencia. Tres personajes que parecen hechos a la medida de una Buenos Aires que sobrevive en una inercia pesada y asfixiante. El síndrome de Rasputín es, como casi todo buen exponente del género negro, una novela de ambientes y personajes. Allí el crimen es apenas una excusa para hablar de otras cuestiones. Y el tema central que articula a la novela tiene que ver con la marginalidad. O, sí se quiere, con cierto concepto de normalidad. O, sí se quiere, con las diferentes posibilidades que puede adoptar la sociabilidad

En este libro el 99% de las cosas suceden a contramano. Tres amigos enfermos trabajan durante la noche y se encierran durante el día a mirar películas mudas en un departamento de Once. Ese universo ampuloso y desfachatado del cine no sonoro es el único ambiente en el que pueden sentir que se diluye, como si fuera algo habitual, su inevitable propensión a los tics nerviosos. El silencio y el cine son componentes centrales en esta primera entrega de la saga de Abelev, Maglier y Mushkin. Un silencio que se transforma en presencia y un cine que funciona, no sólo para los protagonistas, como un refugio para la subsistencia.

Sobrevivir. Ese es el objetivo de los tres dislocados personajes que Romero pone al mando de su novela. Sobrevivir en una ciudad que, de tan descascarada, ya ni siquiera parece hostil. A no ser que se deba transitar por ella constantemente a contramano, como hacen de forma obligada Abelev, Mushkin y Maglier.

Hernán Brignardello