Hay algo de autoritario en este tipo. Lo cual no lo hace déspota, pensé. Me había topado con un ejemplar de Hacé que la noche venga, de Leonardo Oyola. Que la novela parta de un título basado en una orden obliga a girar el picaporte y trasponer una puerta que –uno en ese instante de movimiento no lo sabe– dá a una habitación desprovista de cualquier llave de luz.
El camino, en los primeros párrafos, sólo puede hacerse de una forma: tanteando la pared. Centímetro a centímetro. Tomando conciencia de la forma rugosa, abrupta, y muchas veces precipitada que evidencia la literatura de Oyola.
El ambiente es negro. Y la única opción que se abre desde el exordio de la obra es comenzar a agitar el paso, amagar un trote, aunque la posibilidad de la claridad apenas comience a tomar forma pasadas las primeras 50 páginas.
Repasemos: Hacé que la noche venga. Leonardo Oyola. Mondadori. Un atorrante con un pasado que lo excede participa de la batalla más vieja que ha sabido perdurar a través de la historia. Una confrontación que de tan añeja se vuelve permanente. Y actual.
Oyola habla con números: el protagonista es el Tres. Aunque a cada momento puede volverse cero, ya que a lo largo de la aventura se ve secundado por un gato que lo imagina con una manzana en la boca y listo para ser devorado con cuchillo y tenedor.
El Pichuco, como lo explica el autor, probó al atorrante una vez. Y quiere más.
Por encima de la confrontación, lo que sucede entre los bandos en pugna aparece superado por ese Cómo te lo cuento que tanto distingue a Oyola. Hay una caja de herramientas junto a la mesa del autor, que eso no se dude.
Y el creador de Hacé que la noche venga no escatima pala, pico y magia para darle nuevo sentido a un enfrentamiento condenado a no dejar nunca de ser atractivo.
Así es la pelea que puebla las páginas: sin último round.
Superclásica.
Oyola le aporta un escenario: los tuneles del subterráneo. Con obreros que, hermanos de los topos, se hunden en la tierra al tiempo que marcan el avance de la línea D. Con ingenieros enamorados del jazz, secuaces de Satanás, guardaespaldas yanquis y hasta un cura mexicano.
Que ante la primera consulta suelta un contundente “no me vengan a romper las pelotas, ¿me necesitan a mí o al rifle?”. O algo así. Claro, el representante de Dios desparrama herejes con un Winchester 67. Y carga, casi a modo de cruz personal, con la anécdota de haber hecho puntería con el diablo alguna que otra vez.
Hay un zoológico: es la Buenos Aires del 39. También, radioteatros de moda. Galanes de revistas. Mitos del inoxidable Far West. Puteadas. Botellas y vasos que se besan a la sombra de mendigos con nombres de pensadores que saludan con la zurda.
A plena danza entre las voces, una búsqueda: la verdad. Que se oculta bajo jeroglíficos esculpidos en los muros azabaches. Que deviene en noche, se hace cuerpo, se divide en dos, y sopla espanto en la cara.
Como el Pichuco, Oyola espera agazapado en las últimas páginas. Tiene hambre. Para cuando la curva se hace recta, él ya está encima del lector para clavar una verdad. Puede ser la única.
Habrá que ver si es la que alcanza.
Patricio Eleisegui
Está muy bueno esto, aunque con el tema del picucho me quedé en la duda. Ojalá que el lector no se haga gato después de la última página jaja
ResponderEliminarAxl
Oyola no me gusta, pero la reseña está muy original y hasta creo que enriquece al libro.
ResponderEliminarUn saludo. Juan
EXELENTE Oyola, exelente la reseña.
ResponderEliminarSigan pegandole duro.