martes, 2 de febrero de 2010

Sobrevivir a contramano

¿Quién podría hablar hoy de retrasados, de idiotas y de deformes en un mundo completamente deforme?
Italo Calvino, La jornada de un escrutador.

El Síndrome de Rasputín, Ricardo Romero, Editorial Negro Absoluto.


El frenetismo rabioso, ese torrente que el autor cita recuperando al imperturbable Onetti, aparece desde el propio comienzo de esta novela de la mano de un analista de sistemas volador. Abelev, el personaje en cuestión, finaliza 27 años de caída aterrizando sobre el techo de un colectivo en Once. Es un joven marginal, afectado por el Síndrome de Tourette, una enfermedad nerviosa que genera una irrefrenable compulsión a los tics. En este caso, el malogrado y judío protagonista no puede evitar propalar repetidos “Hey Hitler” frente a cualquiera que se cruce ante sus pasos. Y qué mejor que un grupo de marginales para ayudar a otro marginal. Serán sus amigos Maglier y Mushkin, dos enfermos de Tourette tan desajustados y desenfrenados como él, los encargados de descubrir quién intentó asesinar a Abelev.

La novela transcurre en una Buenos Aires tan cercana como irreconocible. Una ciudad víctima de un colapso civil post-bicentenario, poblada de edificios en ruinas y de bombas a punto de explotar en algún lugar de Constitución. Allí niños fantasmagóricos juegan en calzoncillos bajo una lluvia constante y fría, y los túneles abandonados del subterráneo se han convertido en discos clandestinas regenteadas por una bandada de punks heroinómanos. Una ciudad colapsada y chorreante, siempre al borde del apagón definitivo, donde algunos seres vivos parecen muertos y los muertos verdaderos caen con la falsa pompa de los malos actores. Un lugar que es víctima de un caos engañoso, donde no existe la casualidad, donde incluso los hechos que parecen más insólitos e inesperados encuentran finalmente su justificación.

El devenir furioso y frenético de las acciones da a El Síndrome de Rasputín un ritmo casi cinematográfico. Sucede que la escritura de Romero es compacta y certera. Adjetiva con justeza y nunca se pierde en desvaríos estilìsticos. Es esa misma precisión la que ayuda al tránsito avasallante de la novela, que arrastra fácilmente por sus páginas, como si se tratara de un río caudaloso aunque, finalmente, gentil.

Abelev, Mushkin, Maglier. Tres excéntricos en una ciudad que parece haber perdido todo punto nodal de referencia. Tres personajes que parecen hechos a la medida de una Buenos Aires que sobrevive en una inercia pesada y asfixiante. El síndrome de Rasputín es, como casi todo buen exponente del género negro, una novela de ambientes y personajes. Allí el crimen es apenas una excusa para hablar de otras cuestiones. Y el tema central que articula a la novela tiene que ver con la marginalidad. O, sí se quiere, con cierto concepto de normalidad. O, sí se quiere, con las diferentes posibilidades que puede adoptar la sociabilidad

En este libro el 99% de las cosas suceden a contramano. Tres amigos enfermos trabajan durante la noche y se encierran durante el día a mirar películas mudas en un departamento de Once. Ese universo ampuloso y desfachatado del cine no sonoro es el único ambiente en el que pueden sentir que se diluye, como si fuera algo habitual, su inevitable propensión a los tics nerviosos. El silencio y el cine son componentes centrales en esta primera entrega de la saga de Abelev, Maglier y Mushkin. Un silencio que se transforma en presencia y un cine que funciona, no sólo para los protagonistas, como un refugio para la subsistencia.

Sobrevivir. Ese es el objetivo de los tres dislocados personajes que Romero pone al mando de su novela. Sobrevivir en una ciudad que, de tan descascarada, ya ni siquiera parece hostil. A no ser que se deba transitar por ella constantemente a contramano, como hacen de forma obligada Abelev, Mushkin y Maglier.

Hernán Brignardello