sábado, 30 de enero de 2010

La Descomposición (Hernán Ronsino)


El libro me llegó de rebote. Como suele suceder con los libros que –uno lo entiende después– sirven para algo. Un amigo me dijo “es muy onettiano”. Otro me comentó lo mismo. Alguien más bajó un martillo similar. Y yo empecé la lectura tratando de descubrir al uruguayo que parió El Astillero a partir de la primera página.

Hernán Ronsino. La Descomposición. Interzona. Frases cortas al inicio del baile. Que de entrada me llevó de un extremo al otro de la pista literaria de la mano de historias y registros que se entrecruzan hasta hacer de la confusión inicial el primer paso hacia la coherencia. Las oraciones de este tipo son un facón, pensé. Que mata de manera más sutil que la daga. Que doblega por una continuidad que jamás pierde el ritmo. Que gana por desangre. Jamás de un solo golpe.

Hay algo parecido a la tristeza en cada uno de los personajes que van apareciendo, eso concluí al principio. Tras masticar las primeras páginas como quien prueba con desconfianza una comida exótica. Párrafo a párrafo, entendí que me equivocaba: Ronsino se acomoda entre las ramas de un Paraíso, sacude dos o tres pelotitas verdes al primer viejo en bicicleta que encara una calle de tierra en plena hora de la siesta, y describe un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Que no es uno: son todos.

En donde habitan un profesor de matemática que sabe tocar el bandoneón. Pero que sólo toca dentro de las cuatro paredes de su casa. Un periodista a cargo de un diario que, como buen matutino de pueblo, sólo puede llevar nombres como “La Opinión”, “La Tribuna”, “El Popular”, “La Voz”, o “El Imparcial”. Bueno, este se llama “La Verdad”. Hasta en eso es preciso Ronsino.

Por supuesto, hay un loquito. Mejor dicho, dos. Pero sólo uno es realmente un desquiciado. Un prestamista. Hay un tal José Tarditti, que escribe sobre Kafka y golpea con un lacónico “si callo, me desangro”. Un ciruja que levanta porquerías de la calle y los terrenos. Que pierde el paso para siempre entre las baldosas del cabaret local. No hay nombres: sólo apodos y apellidos.

Y un drama. Que se sube al hombro de cada uno de los rostros que duermen y despiertan en cada página, para hacer de la tragedia un círculo donde no hay diferencias. Donde la inocencia a veces se hace miseria. Y viceversa. Para terminar hermanando todas las voluntades. Tanto en la victoria como en la derrota.

Ronsino –me arriesgo a decirlo– sabe de memoria la entrada y la salida que, bajo la forma de novela, distingue al pueblo que talla a mano pesada en cada página de La Descomposición. Pero en el medio se pierde. Levanta la cabeza, huele el aire, y se encuentra con que el cielo es una tormenta. Ahí radica otra de sus virtudes: uno como lector percibe que el escritor tampoco supo con anticipación qué es lo que escondía el destino al final de cada nuevo párrafo. Siente que la historia no sólo está escrita para ser entendida por el público, sino también para ser descifrada por el autor.

Después.

Muchos después.

Con la intriga que nace tras el punto final que cierra todo el texto. Y que, por fortuna, sólo despiertan muy pocos libros. Hay algo no dicho en La Descomposición. Como en todos los pueblos bonaerenses, que sobreviven a los tiempos gracias al silencio. A la omisión. “Si callo, me desangro”, dice Tarditti. Ronsino aprieta su herida con toda la fuerza que concentra… un dedo. Lo suficiente para no dejar de gotear. Lo ideal para contar lo justo.


Patricio Eleisegui